Era una mañana muy fría, las nubes grises estaban a punto de oscurecer el día que recién empezaba y el viento gélido congelaba los huesos a cualquier ser por más abrigado que se encontrara.
Desde la noche anterior conversaba con Lucero, acerca del reportaje que teníamos que hacer para una revista; pero este no era un reportaje cualquiera, acabábamos de terminar la carrera de periodismo después de cinco largos años y se nos presentó la oportunidad de trabajar en un medio juvenil y de corte sociocultural que estaba a punto de salir a la venta en todo Lima.
Llegó la hora pactada, ocho de la mañana en punto estábamos en las afueras del penal San Pedro en el poblado distrito de San Juan de Lurigancho. Nos quedamos sorprendidas de la inmensa cola que formaban mujeres jóvenes, adultas y ancianas, algunas de ellas con niños de la mano y otras en su regazo, y alrededor de todas se encontraban vendedores de todo tipo: de comida, útiles de aseo, ropa e infinidad de cosas más.
Para entrar al centro penitenciario teníamos que cumplir con ciertas normas, solo se ingresaba con falda larga de cualquier color excepto el negro, sandalias o zapatos sin tacos, ni pasadores; además no podías llevar contigo celulares, lentes, tampoco mucho dinero y también de prohibía el ingreso de algunas frutas y comidas enlatadas.
Nos alquilamos las faldas en una de las casas de enfrente y compramos algunos alimentos y bebidas que entregaríamos a Juan un preso de 25 años que se encontraba recluido por robo agravado, delito del cual aseguraba ser inocente y víctima de calumnia por parte de una familia que tenía ciertas diferencias por razones absurdas; haberse enamorado de una de las hijas del clan.
Luego de hacer nuestra respectiva cola de espera, pasar por diversas secciones de control, además de ser tocadas por mujeres policías que nos revisaban de no llevar nada prohibido hacia al interior; hecho que nos causó un poco de molestia, pero que formaba parte de las reglas y marcarnos los brazos con sellos que los dejaron manchados de tinta negra y azul.
Al fin nos encontrábamos ahí, el lugar que teníamos curiosidad de saber cómo era en realidad, pero que a la vez nos causaba un poco de miedo, más aún viendo aquellos rostros marcados de cortes de todo tamaño y cuerpos tatuados de imágenes de objetos, personajes o nombres. Sentíamos que nos observaban como si fuéramos presa para comer, aunque algunos hombres nos miraban como pidiéndonos compasión y ayuda.
Juan nos esperaba en la entrada de su pabellón, tenía la mirada llena de esperanza y alegría, ya que nuestro objetivo era dar a conocer su caso y tratar de buscar una solución a su encierro injusto, nos condujo por una serie de pasajes en los que alrededor habían presos pidiendo limosna, otros vendiendo caramelos y algunos queriendo leerte la palabra de Dios.
Fue gran experiencia para nosotras; ingresar al penal fue conocer otro mundo quizá más cruel del que nos encontramos tu y yo, otra realidad en la que si se aprecia la vida, la familia y sobre todo la libertad.
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