Árboles, algún parque acaso, el césped muy bien cuidado, pero de un tipo más boscoso, igual que la vegetación en general, un sendero claro y definido, que iba acorde con las bifurcaciones del terreno, hasta donde permitía ver la tarde.
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Sabía perfectamente hacia dónde ir, debía tomar el sendero que unos metros delante de mí desviaba hacia el rió y lo acompañaba hasta el rudimentario puente que conecta con el invernadero en forma de cúpula, que daba la impresión de ser una bola de helado sabor coco rallado, de los que sirven en la cafetería y duplican su costo en los días de verano.
Necesité alrededor de 10 minutos antes de poder cruzar el puente, esta vez chirreaba más que de costumbre, y se hacía más empinado, como si los dos pedazos de tierra que unía se hubiesen acercado, exigiendo el arco, y haciéndole más pronunciado.
El invernadero ya no se dejaba ver entre la transición de la tarde a noche, ya pronto encenderían las luces, que parecen más propias de un aeródromo que de un lugar más arraigado a la tierra. Pero eran esas luces las que lograban desarrollar plantas con un crecimiento envidiable, y de paso, nos elevaba el recibo de la luz a casi todos los habitantes, menso al alcalde, y al director del jardín botánico.
¿No es aquí donde comencé el relato desde un principio? Debe ser que aún no me he recuperado del todo, o que en mi relato desprevenidamente he dado una vuelta en círculo, porque es como si yo mismo hubiese diseñado la ruta que ahora sigo. No está de más saludar al pequeño integrante de la familia de las Salicáceas.
Nuevamente el viejo y rudimentario puente, esta vez más largo, lo han estirado, se nota, los tablones están más separados entre sí, ya es la tercera vez que lo cruzo, no puedo llegar a otro lugar, no puedo estar perdido, sé donde estoy, ¿cuándo es hoy?, que ningún vigilante aparece ya haciendo su habitual ronda.
Ángel Bouroncle Uribe
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